DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

IX

ALIRÓN Y VIAJE A LA GRAN CIUDAD

Quedaban pendientes las respuestas a las dos preguntas que con mayor insistencia realizó la mocedad a Santiago y a Bertoldo en la cantina de Siero el día de su recibimiento oficial. Aquel domingo de mayo de 1907, después de la misa mayor.

La primera pregunta giraba en torno a una palabra rara y nunca oída para la mocedad de Siero:

―¿Qué es eso de cantar alirón y qué tiene que ver con los mineros?

Santiago, acodado en la barra, tocada su cabeza con su habitual sombrero negro de ala ancha, fue el encargado de contestar a la mocedad que hacía un semicírculo en torno a él. Esta fue su respuesta para la interesada y silenciosa parroquia.

―Llevábamos en la mina de hierro de Gallarta ya algunas semanas, y el equipo leonés-gallego –os acordaréis que ya os había dicho que tuvimos que trabajar formando un grupo de cuatro peones mineros y que los otros dos eran de Galicia- había cargado varios cientos de vagonetas del mineral de hierro. Todo seguía una rutina. Una vez que los barrenistas habían perforado un tramo de roca a base de barrena y maza y los artilleros habían rellenado los agujeros con explosivos, sonaba un silbato y todo el mundo se alejaba de la zona y se ponía a resguardo. Se veía bien como la llama iba corriendo por la mecha hasta que se producía una gran explosión. Pasado algún tiempo, cuando el polvo se había posado ya sobre la roca hecha pedazos y dejaba al descubierto los resultados de la explosión, un ingeniero inglés se acercó y realizó primero una inspección ocular. Después, cogiendo mineral de aquí y de allí, examinando la pureza del mineral de aquella nueva veta reventada por la dinamita, utilizando para ello un tubo largo por el que miraba, constató que apenas tenía escoria, que había mucha pureza de hierro. Felicitó en voz alta a los mineros por tan buen hallazgo. Nos dio la enhorabuena. Eso significaba una pequeña paga extra para todos. Sin que nadie lo ordenara, los mineros más veteranos comenzaron a cantar al unísono en inglés all iron, all iron, all iron…o lo que es lo mismo en español, todo hierro. Así se celebraba en la mina aquella buena noticia para los mineros, aunque mucho mejor para la empresa.

A Bertoldo, calzado con sus botas de cuero, que tenían como novedad la suela de goma, recién estrenadas aquel domingo, envidia de no pocos, correspondió dar cumplida respuesta a la segunda de las anécdotas más destacadas en la aventura minera: su viaje a Bilbao. También le hicieron corro para oírlo mejor. Parecía un predicador al que le faltaba el púlpito.

—A las seis de la mañana del primer domingo del mes de abril pasado, después de tomar la parva, emprendimos viaje a Bilbao ataviados con nuestras ropas de domingo. Como calzado, las madreñas de altos tarugos de madera, que Santiago todavía calza. Aunque sabíamos que había abundantes casas de comida por toda la ciudad, no entraba en nuestras intenciones su visita, por no gastar, que a Gallarta habíamos ido a ahorrar. Por ello, preparamos la zurrona con comida para el camino de ida y vuelta. Queríamos conocer la gran ciudad, de la que habíamos oído hablar maravillas desde nuestra llegada. Ya nos habían advertido: casi cuatro horas os llevará caminando a buen paso. Y así fue.  Después de más de tres horas y media, con una pequeña parada para el almuerzo, llegamos a un gran descampado en Bilbao que llamaban el Arenal, junto a la ría y a un puente. Y tenían razón, porque un arenal se había formado allí. Antes habíamos pasado por Santurce y Portugalete. En esta última población pudimos contemplar una extraña estructura toda de hierro, que llamaban puente colgante, y que sobre la ría se dirigía una y otra vez de una parte hasta la otra. Animados por conocer aquel raro invento en el que todo era hierro, nos pusimos a una cola de gente que esperaba su turno para subirse a dicho puente. Pero no penséis que era gratis. Tuvimos que pagar. Ya no recuerdo lo que nos cobraron, pero de haberlo sabido, nos hubiéramos quedado con las ganas. Una voz mandó cerrar las portilleras de acceso y comenzó a desplazarse hacia la otra orilla el puente. Iba colgado de cables que terminaban en roldanas que se movían por gruesas vigas de hierro, que cruzaban toda la ría. No sé si tuvimos miedo o no, pero lo cierto fue que aquel invento se movía de un lado a otro sin parar. Parecía que en cualquier momento se iba a caer a la ría. ¡Y no sabíamos nadar! Ya en el otro lado, continuamos el viaje por poblaciones que se llamaban Las Arenas, Erandio y Deusto. Hasta llegar al Arenal, que ya os he dicho. Para no perdernos, el camino lo hacíamos siguiendo siempre la orilla de la ría.     

Desde el Arenal nos dirigimos a lo que allí llamaban Siete Calles, la parte vieja de Bilbao, dejando atrás la iglesia de san Antón, mucho más grande y alta que la nuestra. Tenía tres cuerpos de alta y en una esquina una torre altísima coronada por una figura que decían que era san Antonio. Tenía pinta de vieja. La piedra estaba ennegrecida. Sin saber cómo, caminado sin rumbo fijo, de acá para allá, fuimos a parar a otra iglesia todavía más grande y más alta: la catedral. Esta sí que era alta y grande. Entramos a curiosear. La vista casi no alcanzaba a ver el techo.

Dejamos la catedral y pusimos rumbo de nuevo al Arenal. Pasábamos por una calle, que no me acuerdo ahora cómo se llamaba, en la que, de repente, me topé con una tienda que vendía calzado. Lo que sí me acuerdo es que se llamaba Calzados Otazua. A cada lado de la puerta de entrada había dos grandes ventanales y detrás de ellos todo tipo de calzado de mujer, de niño y de hombre. Bien colocado y separado por clases: alpargatas, zapatillas, zapatos, botas, sandalias… Me paré a mirar. La vista se fijó en unas botas de cuero, de media caña, de suela gruesa de goma. Me dije: esas son para mí. No lo pensé más. Le di una voz a Santiago que iba un poco adelante para que volviera. Entramos los dos, pero antes tuvimos que quitarnos las madreñas. Le dije al dependiente que estaba detrás de un mostrador: Quiero el número 44 de esas botas de cuero de media caña que tiene usted en el ventanal derecho. Con suela de goma. Me observó con mirada torva y desconfiada. Entró en la trastienda. Se le oía moverse, trastear. Tardó. Yo creo que estaba haciendo tiempo para ver si nos marchábamos. Me imagino que, por la cara que había puesto, pensó que no tenía dinero para pagarlas. Por fin, me trajo las botas. Me quité los escarpines, me senté en un taburete y me las probé. Me quedaban como un guante. Me las llevo, le dije. Saqué mi faltriquera y le di dos monedas de cinco pesetas para que me cobrara. Cuando tuvo el dinero en la mano, el dependiente ya cambió el gesto y la mirada. Hasta nos sonrió. Todavía me acuerdo bien que me devolvió una peseta y cincuenta céntimos. Anudé los cordones de una y otra bota y al hombro. Santiago no quiso comprar nada. Dijo que le gustaban más sus madreñas domingueras.

Después de andar y andar por aquel intrincado laberinto de calles, que eran muchas más de las siete que decían, de mirar y mirar para arriba para contemplar los edificios, de pasar y pasar a lado de tiendas y bares, logramos volver al Arenal. Antes, paramos en una cantina que anunciaba que se vendía chacolí de Baquio. Entramos y rellenamos la bota. Un día es un día, nos dijimos. Cruzamos un puente, este de piedra y sin tener que pagar, y fuimos a parar a la parte nueva de la ciudad, la que llamaban el ensanche. Porque, como os habréis dado cuenta, Bilbao está partida en dos por la ría. Aquí los edificios eran más altos, las calles anchas, rectilíneas y largas, paseos y alamedas. Una gran plaza con forma, como os diría yo, de huevo. Y un tren eléctrico que circulaba por las calles. El tranvía. Aquello sí que era digno de ver, era la gran ciudad.

Al final de una ancha y larga calle, llegamos a una campa verde, con abundantes álamos. Allí se acababa la ciudad. A la vera de aquel río sucio y mal oliente, a la sombra, nos sentamos en el suelo y allí dimos buena cuenta de la merienda que para tal ocasión habíamos llevado en la zurrona: un poco de tocino cocido, un tasajo de carne y unos arenques de tino. Todo ello acompañado de un buen zoquete de pan moreno. Ese día extraordinario no nos faltó la bota de vino, que habíamos llenado con chacolí de Baquio, como ya os dije. Era un vino que no era ni blanco ni tinto. Tenía un color rojizo, y era ácido. Poco nos gustó. Así y todo, dejamos algo para nueva ocasión. Nada tiene que ver con los claretes que tomamos aquí, esos que todos los años en el otoño traen en convoyes los comisionados enviados con carros de bueyes a buscarlo a Valdevimbre o Los Oteros, con ese punto de gaseado, que parece que chispea.

El regreso lo hicimos por lugares diferentes para no tener que pagar otra vez el paso del puente en Portugalete. Por la margen izquierda de la ría, de Bilbao a Basurto, Zorroza, Zaballa, Valle de Trápaga, Ortuella y Gallarta. No se me olvidaron los nombres, que, ya sabéis, cuando pasas por lugares desconocidos tarda en olvidarse su nombre. Poco faltaba ya para oscurecer cuando llegamos de nuevo al barracón-dormitorio. El cansancio acumulado de la ida y de la vuelta había que eliminarlo y reponer fuerzas. Nada mejor que cenar: los restos de la merienda sirvieron para la cena. A las diez ya contemplábamos el tejado que servía de cielo oscuro a los muchos y variados catres ocupados por los mineros. Algunos ya amenizaban la noche con su música de ronquidos amenazantes y entrecortados.

El lunes era día de vuelta al tajo.

(FINAL DE LA AVENTURA EN BUSCA DEL DORADO MINERO)

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DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

VIII

DOS HÉROES ANÓNIMOS PARA EL…PERO HÉROES PARA SUS…

El día uno de mayo de 1907, miércoles, a las seis de la mañana, Santiago y Bertoldo se levantaron de aquella cama tan especial con algo de retraso sobre el horario que venían observando con precisión desde hacía ocho meses. Aunque la oficina de la mina Concha no abría hasta las ocho de la mañana y por allí habían de pasar obligatoriamente para firmar el final del contrato y para que la empresa les liquidara los haberes del mes de abril, la impaciencia por iniciar la vuelta de regreso a su pueblo montañés, a Siero, les hizo abandonar aquel jergón de helechos que les había servido de colchón durante tanto tiempo. Jergón, almohada y manta rajona entregaron en la cantina por el precio que el capataz de residentes tasó, que no se acercaba ni con mucho a lo que les había cobrado en origen. El último acto de aquel individuo al servicio de la explotación y despotismo empresarial.

Como a finales de aquel agosto de 1906, a su llegada a Gallarta,  a las ocho en punto según marcaba el Roskopf de Santiago se hallaban cruzando las puertas de la oficina de la minera Concha. Esta vez no tuvieron que esperar. Se acercaron al mostrador y allí un oficinista les tendió unos papeles que ellos firmaron sin preguntar. Era la rescisión de su contrato con la empresa y la liquidación de los haberes que se les adeudaban. En sobre aparte, de color marrón, con timbre de la minera, se hallaba el dinero que su fortaleza física había conseguido durante el último mes de trabajo. Dieron por sentado que era el que se les debía. Llevaban buena cuenta de los días trabajados a destajo y de la horas extras añadidas. Tampoco se les escapaban sus gastos deducibles de la cama y de lo gastado en la cantina.

Abandonaron la oficina y con el mismo calzado, traje, zurrona y atillo  que Gallarta les había visto llegar iniciaron el viaje de regreso a Siero poniendo rumbo a Balmaseda.  Les tocaba deshacer a pie, en madreñas nuevamente, el camino que habían realizado ocho meses antes. No fue tan complicado como el primero. Fue mucho más fácil y llevadero, porque la memoria que siempre había distinguido a Santiago desde sus años de escuela de primeras letras había retenido los lugares por donde habían pasado en la ida. Así evitaron pérdidas y retrasos, aunque en más de una ocasión en algún cruce de caminos tuvieron que recurrir a su lema de que «Preguntando se va a Roma».

En la faltriquera que les había acompañado desde su salida de Siero esta vez ocultaba algunas pesetas y algo mucho más preciado: una libreta de ahorro. En ella figuraba en apuntes nítidos y de caligrafía exquisita el dinero ahorrado durante aquellos ochos meses de duro trabajo y muchas privaciones. Era una cartilla del Banco de España en la que el primer día de mes, después de cobrar y restar el dinero de lo comprado a fiado en la cantina de la mina, depositaban el resto. Unas cuarenta pesetas mensuales eran sus gastos de dormir, comer y vestir. El mes que se trabajaba completo, como aquel mes extraordinario de marzo que la meteorología les permitió trabajar todos los días laborables, el salario mensual podía ascender a ciento diez pesetas, sumado el salario de la tarea obligatoria diaria y el suplementario de las faenas extraordinarias realizadas, pagadas estas últimas por la empresa como estraperlo en forma de vales para comprar en la abacería empresarial.

El día 5 de mayo al oscurecer llegaron a Siero después de haber pernoctado en Cervera de Pisuerga, en la misma casa de aquel tratante de ganado que les había visto partir en dirección a Matamorosa. Aunque a ellos no se lo quiso decir, nunca albergó la esperanza de que volviera a verlos regresar con tal buen ánimo y mejor estado físico. Al verlos entrar en el pueblo por el camino que les traía de Valdeguiza, los vecinos salían a saludarlos recibiéndolos como héroes de una aventura que habían iniciado rumbo a lo desconocido, en busca de su Dorado minero. Alguno de ellos se extrañó de que Bertoldo, en madreñas de altos tarugos de madera de escoba, aparte de la zurrona y el atillo, trajera colgado en el hombro derecho un par de botas de vestir de buen cuero, atadas por sus cordones.

—Están nuevas. No las he estrenado. Serán para los domingos –fue el comentario general.

Después de los besos y abrazos de recibimiento de abuelos, padres y hermanos, Santiago y Bertoldo cumplieron con su obligación matriarcal: entregar, henchidos de orgullo, a la patrona, la madre, la cartilla del Banco España que había llegado custodiada en la faltriquera. Se reservaron algunas pesetillas que también la acompañaban. Con la suma del último apunte, 93 duros y cuatro pesetas eran las ganancias de aquella aventura minera en Gallarta, que había durado ocho largos y duros meses.

Al domingo siguiente, después de la misa de obligado cumplimiento, con la ropa de los festivos, volvieron a pisar la añorada cantina del pueblo, que tanto habían echado de menos en Gallarta. Era el club social que les permitía interactuar verbalmente con sus convecinos en amigable conversación. Santiago y Bertoldo, este luciendo sus botas nuevas de cuero, se vieron en la obligación de invitar a la mocedad, sin distinción,  a una botella de orujo, de litro. Querían agradecer las muestras del grato recibimiento que les habían dispensado, su vuelta a la vida diaria de su pueblo montañés y su éxito por tierras vizcaínas. La primera botella corrió a cargo de Santiago. Bertoldo, no quiso ser menos, y pidió la segunda. Su pago, en efectivo. En aquella ocasión no hubo necesidad de recurrir a la tan conocida cantinela:

—Cantinero, apunta.

Muchas fueron las preguntas. Más las curiosidades. Entre las numerosas que tuvieron que contestar dos fueron las que más sensación y asombro causaron entre el nutrido grupo de jóvenes asistentes.

(CONTINUARÁ)

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DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

VII

EL JERGÓN DE HELECHOS

El barracón-dormitorio, propiedad de la mina Concha, les esperaba después de cada jornada laboral. Para lavarse se aprovechaban de un arroyuelo que la empresa había desviado para que corriera por delante de los barracones. También servía aquel reguero para lavar la ropa una vez por semana.

El primer día de trabajo, después de la dura jornada laboral, les esperaba otra faena: comprar los víveres para el resto de la semana. Obligatoriamente tenían que realizarla en la cantina de la empresa, a fiado. Así lo estipulaba una ley no escrita, pero de obligado cumplimiento. En la oficina se lo habían insinuado y los compañeros veteranos fueron los encargados de corroborárselo.

La cantina de la empresa esta regentada por el capataz de residentes que les había atendido el día anterior. Cuando los vio entrar los saludó amistosamente:

―Aquí podréis encontrar todo lo necesario para vuestro día a día. Si os hace falta algo que no tengamos, no os preocupéis. Se encargará. ¿Qué necesitáis hoy?

La obligatoriedad de realizar allí la compra tenía sus consecuencias, y no eran buenas para los mineros. Sí para los dueños de la mina. Los productos que suministraba la cantina de la empresa eran más caros que los de otras tiendas y de peor calidad. Así lo pudieran comprobar en sus paseos por Gallarta y poblaciones cercanas. Era otra forma que tenía el capital de explotar al minero. Lo gastado se descontaba directamente del sueldo mensual. Así iban aprendiendo Santiago y Bertoldo el funcionamiento de aquel sistema minero injusto y explotador, que habían aceptado movidos por la necesidad y toleraban por la ley del más fuerte.

La compra la realizaban una vez a la semana. El día elegido era el sábado, después de finalizar la jornada de trabajo y asearse. Las cuatro comidas diarias que realizaban determinaban los productos que debían adquirir. No podía faltar ni sobrar, ni pasarse de las diez pesetas que tenían presupuestadas para toda la semana. Realizada la compra, con la zurrona y alguna que otra bolsa a cuestas, llegaban al barracón vivienda, donde depositaban la comida comprada en un armario de robusta madera, situado a la cabecera de la cama, en el que habrían de convivir las viandas, la ropa, el calzado y cualquier objeto de su propiedad. Un potente candado era el guardián de lo que con tanto sudor iban comprando. La llave de la cerradura siempre acompañaba a sus dueños, tanto en el trabajo como fuera de él.

El cocinado de la comida se realizaba dentro del barracón. Tres días a la semana dedicaban el tiempo sobrante de la tarde a tal tarea. Para el desayuno solo hacía falta que la botella de orujo no estuviera vacía y que hubiera algo de pan de centeno sobrante. La bebida para todas las comidas era la misma: agua. Almuerzo y cena compartían el mismo menú: patatas cocidas o sopas de ajo se iban alternando. La comida se diferenciaba de la cena en que las alubias o los garbanzos sustituían a las patatas. Se acompañaba el cocido de mediodía con un poco de tocino o tasajo, nunca juntos, que para los dos no llegaba el presupuesto. Algún domingo se permitían un extraordinario: el menú de mediodía se componía de arroz, pan y un cuartillo de vino. Para la cena, arenques encurtidos de tino de madera y, en ocasiones, un poco de bacalao salado y seco, con su correspondiente pan de aquellas hogazas de pan moreno, que formaba parte de la compra de los sábados y hacían durar toda la semana.

Sobre aquellas cuatro tablas, mal ensartadas, que hacían de somier, no había nada el día que llegaron y les asignaron su dormitorio. Aunque solamente se desprendían de la boina, chaqueta y calzado para dormir, hacía falta colchón para proteger los huesos y manta de abrigo. El problema del colchón comenzaron a solucionarlo al día siguiente de su llegada con la fabricación de un jergón; conocían bien lo que era y cómo se hacía; lo habían vista muchas veces en su pueblo natal. En la cantina compraron un largo y amplio saco de tela de lino. En los montes de alrededor crecían los helechos. Con la navaja albaceteña cortaron una buena cantidad, que extendieron en una campera y dejaron allí para que se secaran. A los dos días, ya secos, los recogieron y terminaron el jergón: rellenaron el saco con los helechos, lo cerraron con un cosido de cuerda y lo extendieron sobre aquellas tablas que llamaban somier. Faltaban la almohada y la manta. Para la almohada compraron en la cantina un pequeño saco que rellenaron también de helechos y cosieron por la boca. La misma cantina les proporcionó una manta rajona. Todas las compras se fueron añadiendo a la lista de los débitos que serían descontados de la paga al final del mes. Entre los gastos de comida y el resto de las compras el dinero percibido del mes de septiembre fue escaso. Ni los vales de las horas extraordinarias fueron suficiente para aliviar tal menguada paga septembrina.

El duro trabajo realizado durante tantos años en su pueblo de origen les posibilitó llevar relativamente bien el nuevo de peón minero, aunque no sin esfuerzo y algún que otro contratiempo, que no pasó a mayores. Las enfermedades y los accidentes les respetaron. No tuvieron que visitar el hospital minero de Gallarta, que se levantaba en el cerro Buenos Aires desde 1880. Sin embargo, no corrieron la misma suerte con la lluvia, que les hizo perder una parte del salario que venían buscando.

La monotonía de los días y de los meses era total: tarea minera, tarea culinaria, algún paseo y descanso nocturno. Solamente se libraba el domingo por la ausencia de tarea minera, la asistencia a misa de una y alguna visita a las localidades vecinas. La más sonada, la que no se les borraría de la memoria, fue la que realizaron a Bilbao, la gran ciudad partida en dos por la ría.

Y así llegó el día 30 de abril de 1907. Final de su estancia en tierras vizcaínas. Final de una aventura nunca imaginada. Adiós al mineral de hierro.

(CONTINUARÁ)

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VI

CONTRATO LEONINO, PERO SOLIDARIDAD OBRERA

A las ocho de la mañana en punto, Santiago y Bertoldo, se encontraban a la puerta de las oficinas de la mina Concha de Gallarta  en aquel 31 de agosto de 1906. Así lo marcaba el reloj de bolsillo Roskopf (el reloj del proletariado creado en Suiza en 1867) y larga cadena, que servía para llevarlo atado a un ojal del chaleco, préstamo temporal del abuelo, y que guardaba en el pequeño bolso delantero del pantalón como un tesoro. Solo lo llevaba encima en contadas ocasiones. El resto del tiempo lo tenía puesto a buen recaudo.

Vestidos con su ropa de faena, por si acaso. Pantalón de sayal, chaqueta de pana, boina negra leonesa y zapatos de cuero de gruesas suelas de goma. Ya habían dejado en su nueva casa la ropa de domingo y las madreñas. Después de llamar golpeando suavemente con los nudillos de la mano la puerta de madera, abrieron y  penetraron en silencio en aquella estancia lóbrega, que más parecía caverna de murciélagos que oficina empresarial. Se hallaba dividida en dos por un alto mostrador que cruzaba de una pared a otra y que, cual Rubicón, impedía acercarse a los aplicados oficinistas, que, inclinados sobre su mesa, repleta de papeles, examinaban documentos, los movían constantemente de un lugar para otro o se ejercitaban en la escritura con aquellas plumas de tinta azul que mojaban continuamente en el tintero. Una voz desabrida y autoritaria les recibió:

—Siéntense y esperen. El médico aún no ha llegado. Ya se les avisará.

Más de una hora duró la espera sentados en aquel duro banco de madera. En silencio. Con cierto miedo. Llegó la esperada llamada. De uno en uno fueron pasando al fondo del barracón, a una habitación que hacía las funciones de despacho médico de reconocimiento, aunque existía ya un hospital minero no lejos de allí.

Detrás de una mesa de madera de nogal, con un frente profusamente tallado, se hallaba un hombre de mediana edad, que dejaba ver debajo de su bata blanca su camisa también blanca y corbata negra. Colgado sobre el cuello, a modo de collar, un fonendoscopio.

Cuando le llegó el turno a Santiago, pasó por debajo de aquella abertura abierta en el lateral del mostrador con paso ligero y sigiloso hasta el esperado despacho médico. Después de comprobar el galeno su filiación a través de la cédula de identidad, ordenó al montañés que se desprendiera de toda su ropa excepto el calzoncillo. Iba a proceder, según él, a un exhaustivo examen médico, comprobando que no había enfermedad pulmonar, defectos físicos y que los brazos y las piernas eran idóneos y servían para los trabajos que requería el oficio de peón minero.

―Vístase y espere en el banco de la entrada.

Nueva espera hasta que todos los demandantes de trabajo pasaron el examen médico. Una voz áspera y chillona se oyó de repente:

—Los de la montaña leonesa, que se acerquen al mostrador. Están admitidos. Su categoría será la de peón minero. Su jornada de trabajo será de seis de la mañana a seis de la tarde. Pararán media hora para almorzar y una hora y media para comer. Trabajarán diez horas diarias todos los días excepto el domingo y fiestas de guardar, que serán días de descanso. Su sueldo será de tres pesetas con treinta céntimos diarias si logran llenar tres vagonetas de mineral de hierro cada uno. Si no, no se cobra. Se paga el último día del mes. Trabajarán en una cuadrilla de cuatro peones. Los otros dos serán esos que están ahí sentados. La empresa les asignará el alojamiento. Del sueldo se les descontará 0,25 céntimos por día por su uso. La ropa de trabajo y la comida será por su cuenta. Eso sí, ya les digo que no se les permitirá acudir al trabajo con ese calzado tan raro que traían ayer. En la mina se utilizan botas de goma y buenos zapatos de cuero. En la cantina de la empresa los podrán adquirir, si no los tienen ya. Hoy no trabajarán. Mañana día 1 de septiembre, a las seis de la mañana se presentan aquí en ropa de trabajo y el capataz los llevará a la mina y les asignará el tajo. Ahora firmen aquí. Este es su contrato… Ya se pueden ir.

Tal como les había informado el joven y displicente oficinista comenzaron a trabajar al día siguiente. En aquel horario de trabajo que en otoño era de seis de la mañana a seis de la tarde. Antes de acudir al tajo, el desayuno: una copa de orujo con un chusco de pan duro, sobra del día anterior. La parva leonesa. A las diez de la mañana pararon media hora para almorzar. A la una, una para comer.

El trabajo asignado, como rezaba en letras mayúsculas en el contrato,  fue el de peón minero, uno de los oficios de la mina más explotados y peor tratados. No había más. Formaron equipo con otros dos trabajadores venidos de Galicia. Entre los mineros temporeros como ellos, los vascos apenas llegaban al veinte por ciento. El resto procedía de la inmigración, sobre todo del campo. Allí había gallegos, sorianos, leoneses, burgaleses, zamoranos, salmantinos, palentinos, etc. Ya sabían cuál era su cometido: cargar doce vagonetas de entre dos toneladas y dos y media de mineral de hierro al día, tres por cada trabajador. La solidaridad y el compañerismo serían esenciales en este trabajo y en su forma de ejecutarlo. Y así fue. Si el destajo lo terminaban antes de que finalizara la jornada de trabajo y querían realizar otras tareas, el capataz se las asignaría. Tendrían una retribución suplementarIa pagada de estraperlo con vales canjeables obligatoriamente en la cantina de la empresa, donde se les obligaba a comprar el avituallamiento.

El primer día finalizaron su destajo a las tres de la tarde. Para esa hora ya habían cargado doce vagonetas de mineral. Se presentaron al capataz que les certificó la tarea. Pidieron más faena. Se les asignó. A las seis obligatoriamente tuvieron que dejar el trabajo. Aquella tarea suplementaria que habían pedido era necesaria para sus aspiraciones. No la podían rechazar, a no ser que les faltaran las fuerzas. Ellos habían venido a hacer rendir al máximo su fuerza de trabajo e intentar conseguir el dorado sueño dinerario. Además habría que compensar los días que no pudieran trabajar por la lluvia que inundaban la mina a cielo abierto, en un país en que el azul se tornaba en gris y marrón rápidamente y descargaba su ira en forma de aguacero con cierta frecuencia. Tampoco debían olvidar el molesto chirimiri, que, a veces terminaba por impedir el trabajo.  Y tampoco olvidaban que la enfermedad o el accidente les estaría al acecho. El oficinista se lo había dejado muy claro:

―Día no trabajado, día no cobrado.

(CONTINUARÁ)

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V

PRIMER DÍA EN GALLARTA

A Gallarta llegaron el día 30 de agosto, pasadas las seis de la tarde. En la ladera de aquel monte, de nombre desconocido para ellos, se encontraba su destino. Así lo indicaba un gran indicador de madera: BIENVENIDO A GALLARTA. Quedaron sorprendidos por aquel inmenso agujero cavado en la tierra y que se veía a un lado del pueblo, amenazando invadir las viviendas, lleno de terrazas que se comunicaban y descendían hacia el centro. Tenían que encontrar las oficinas de la mina. Sin preguntar a nadie caminaron hacia la calle que les pareció ser la principal en busca de una cantina. Seguro que aquí les informarían. No tardaron en encontrar una. Entraron en aquel lugar cuyos ventanucos no aportaban demasiada luz. Detrás del mostrador, una mujer ya entrada en años, con cara de pocos amigos y sorprendida por el desconocido calzado que llevaban, les miró con descaro examinándolos de arriba abajo:

―¿Qué van a tomar los forasteros?

―Dos copas de orujo.

―Son 10 céntimos.

Después de haber depositado cada uno sus cinco céntimos encima del mostrador, se decidieron a preguntar:

―Venimos en busca de trabajo desde tierras leonesas. Nos han dicho que necesitan personal para la mina Concha. ¿Dónde se hallan sus oficinas?

―Al final del pueblo, en la ladera del monte, en La Arboleda, hay unos barracones alineados. En el primero de ellos encontrarán las oficinas. Lo dice bien claro un gran cartel. Tengo entendido que cierran a las ocho de la tarde.

Hacia allí encaminaron sus pasos, no sin antes vaciar de todo las copas de orujo. Ya vieron un viejo cartel que anunciaba la mina: Mina Concha. Llamaron a la puerta. Desde el interior se oyó una voz que mandaba pasar. Detrás de un mostrador, un joven imberbe, mirando por encima de sus quevedos, después de realizarles una completa radiografía visual, les preguntó qué deseaban. La respuesta no se hizo esperar:

—Somos de la montaña leonesa. Venimos en busca de trabajo en la mina.

—¿Qué saben hacer? ¿Acaso son barrenistas, artilleros, carpinteros, herreros … o simples peones?

—Ofrecemos nuestra fuerza, nuestros brazos como peones. No defraudaremos. Somos buenos trabajadores. El esfuerzo y compromiso es nuestra garantía.

—¿Cédula de identidad?

Después de haber tomado nota de sus datos de filiación, entregó a cada uno un documento en el que les autorizaba a pernoctar solo por aquella noche en el barracón número tres, previo pago de 0,25 céntimos.

—Entréguenselo al capataz de residentes que encontrarán en la cantina del poblado. Y mañana preséntense aquí a las ocho de la mañana en punto. Pasarán reconocimiento médico y, si el informe es positivo, les haremos el contrato y les informaremos de las condiciones de trabajo.

Sin más, se dio la vuelta y se volvió a su mesa.

En la cantina del poblado minero, propiedad de la mina, encontraron al capataz de residentes. Él era quien regía aquel inmenso almacén en el que no solo se servían bebidas, sino que se vendían objetos de todo tipo: desde comida a ropa, pasando por los más diversos utensilios. Pronto se habrían de enterar de que sería su lugar de aprovisionamiento obligatorio. Una vez que se identificaron y entregaron el bono-reserva de pernoctación, el capataz les acompañó a su destino, el barracón número tres.

En aquel barracón, sin apenas luz, maloliente, les asignaron un pequeño cubículo que había a la entrada con dos destartaladas camas, sin colchón. Sobre una tarima de madera, cuatro tablas unidas por dos travesaños servían de somier. Al fondo se hallaba un pequeño cubículo que hacía las veces de retrete. El capataz, con voz de mando militar, les advirtió:

—A las diez se cierra la puerta y todo el mundo debe estar en la cama. El que se quede fuera tendrá que dormir al abrigo de las estrellas.

La noche se hizo larga sobre aquellas duras tablas de madera, mal avenidas, y de un color confuso, que miraba más al negro que a otro,  a las que se les había dado el oficio de somier. La protesta silenciosa de los sufridos huesos no cesó en aquella oscuridad, a pesar del cansancio acumulado de días de caminar y caminar.

(CONTINUARÁ)

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IV

VIAJE HACIA LO DESCONOCIDO, EN BUSCA DE EL DORADO

Siero. A las seis de la maña de aquel 26 de agosto de 1906, día de cielo azul y limpio, Santiago y Bertoldo se encontraron en la pequeña plaza del pueblo. Más de uno salió a despedir a aquellos dos mozos que se embarcaban en una aventura rumbo a un mundo desconocido para ellos. Era la primera vez que dejaban el suelo patrio aquellos jóvenes. Iniciaban un viaje a la aventura. Decididos, confiados, con fuerza, sin miedo, pero también con mucha precaución. No seáis osados, estad siempre alertas, con el ojo avizor y la mente siempre despierta —les habían repetido una y otra vez sus abuelos.

La ruta elegida para su viaje no fue la que parecía la más lógica, porque no daría lugar a pérdidas: esta era la de Guardo y de aquí seguir a pie (no había presupuesto para viajar en los vagones) la vía del tren hullero que viajaba desde la Robla hasta Valmaseda, lugar próximo ya a su destino final. No quisieron convertirse en carrilanos, como muchos de los trabajadores españoles de las zonas rurales de comienzos del siglo XX que se desplazaban en busca de trabajo siguiendo el camino trazado por los carriles de los trenes. Y dos fueron las razones: para las madreñas era mejor el campo a través que el balastro y la ruta férrea era más larga y, por tanto, les llevaría más días. Buscaron otra alternativa fiándose de los caminos y veredas que transitaban por doquier el territorio español, llenas de viandantes a quien poder preguntar, y del dicho popular de que «Preguntando, se llega a Roma».

La primera etapa tendría como final Cervera de Pisuerga (Palencia). Conocían bien la ruta, porque en más de una ocasión tuvieron que arrear alguna piara de ganado a las ferias de Cervera, y en concreto a la  que se celebraba el domingo de Ramos, que tenía como particularidad que a ella acudían las juntas de las sociedades de ganaderos de los pueblos a comprar toros sementales para sus ganados (aquellos toros negros bien astados), cuando necesitaban renovarlos. De Siero a Valverde y de aquí a Triollo, pasando por Fuentes Carrionas, hasta la villa del Pisuerga, donde llegaron después de diez horas de caminar y algunos descansos. Aquí esperaban que les acogiera Domingo, tratante de ganado bien conocido en Siero. Al pueblo venía todos los años en otoño, montando un caballo hispano-bretón de gran alzada, a realizar compra de ganado, especialmente jatos camperos y potros. Algún lugar les proporcionaría para pasar la noche. Y así fue.

La segunda etapa se inició también a las seis de la mañana. Y así el resto. Su destino Matamorosa, pasando por diversos pueblos, entre los que debía estar Brañosera. Cuando el hospedero iba a despedirlos, a la puerta de la casa que les había servido de posada, les hizo la siguiente pregunta:

―¿Cómo seréis capaces de seguir la ruta adecuada y sin perderos?

Santiago contestó a su anfitrión sin la más mínima duda:

―Sabemos el final, Gallarta-Bilbao y algunos lugares importantes de paso, como Pedrosa de Valdetorres, Espinosa de los Monteros, Villasana de Mena, Balmaseda, etc. Aplicaremos siempre en cada pueblo o cruce la técnica bien conocida por todos: «Preguntando, se llega a Roma». Además, en el pueblo en que durmamos intentaremos conocer cuál es el siguiente de final de etapa dónde se pueda dormir y cómo llegar. Las distancias no son muy largas y siempre hay alguien que se ha trasladado hasta allí, como es tu caso con Matamorosa, que bien conoces, dándonos información donde dormir y dónde comprar provisiones para el camino.

En esta segunda etapa llegaron a Matamorosa. Para la tercera les esperaba Pedrosa de Valdetorres, ya en la provincia de Burgos. Y de aquí hasta Villasana de Mena, como cuarta etapa. En la quinta y última dejarían la provincia de Burgos para entrar en Vizcaya donde les esperaba Balmaseda, Sopuerta, Musquiz y, por fin, Gallarta.

Sin tener en cuenta los chinches o los piojos que algún jergón de color desconocido, tirando a negro, les transmitió, y con los que tuvieron que luchar a base de ZZ, la tercera etapa fue la más complicada de las cinco. Al poco tiempo de iniciar el camino, el cielo comenzó a encapotarse poblándose de nubes de panza de burro, que nada bueno presagiaban. Truenos, relámpagos y una catarata de agua les obligó a resguardarse en el pueblo de Requejo, cuando ya la lluvia había hecho su efecto en los desprotegidos viandantes. La estancia en Requejo retrasó su marcha y esto hizo que llegaran a su destino entrada ya la noche. Calados, no encontraron quien les facilitara albergue para pernoctar. Cansados de preguntar sin obtener respuesta, hallaron a las afueras del pueblo una portalada que les sirvió de posada. El suelo de madera de un carro, con tablas mal avenidas,  fue su colchón.

(CONTINUARÁ)

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DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

III

PREPARACIÓN DEL VIAJE

Al inquieto y soñador Santiago, aquella conversación no le cayó en el olvido; sobre todo, lo del jornal de más de tres pesetas. La necesidad económica en que vivía así se lo hacía ver. Podría ser una buena ocasión para aprovechar parte del otoño, todo el invierno (los trabajos de la siembra y recogida de la hierba y la paja ya habían concluido en el pueblo y solo quedaba la recogida de la patata) y algo de la primavera en aquellas lejanas tierras vizcaínas y así poder volver con una hucha de dinero que le permitiera alguna holgura en el futuro. Incluso, poder fantasear con su boda, soñar con una familia, que ya estaba en edad.

La noche se le hizo larga. El martillo pilón de las más de tres pesetas le estuvo machacando el cerebro sin cesar.

Cuando llegó el día ya estaba levantado. Tomó su parva y se dispuso a esperar el toque de la campana pequeña por el veedor que anunciaba la suelta de los bueyes a la vecera. En el camino hacia la salida, por la calle de la iglesia en dirección a las Externas,  iba arreando los dos bueyes, que parecían no haber despertado del todo e iban remoloneando con sus cencerros al cuello. Le alcanzó Bertoldo, de su misma quinta y amigo de correrías, que iba realizando la misma faena. Al instante, le contó la conversación con el viajero inglés, la mala noche pasada y su pensamiento de que podrían viajar a la aventura hasta Gallarta en busca de la suerte económica que se les negaba en Siero. Nada tenían que perder y sí mucho que ganar. Trabajarían allí hasta la llegada de la primavera, cuando las tareas agrícolas y el cuidado del ganado les ordenasen la vuelta a su patria chica. Así evitarían el frío invierno de Siero, conocerían nuevas tierras y gentes y podrían hacer acopio de algún dinero para resistir la penuria económica de aquellas queridas tierras patrias, pero míseras.

―Lo consultaré en casa. Sabes que hay que pedir permiso a los padres. ¿Qué día habría que marchar? ¿Qué habría que llevar?

―El veintiséis sería buen día; así podríamos comenzar a trabajar el día uno de septiembre. Para el camino, tú mismo puedes pensar en qué se necesitaría. Lo imprescindible para una semana.

La respuesta no tardó en llegar. Era positiva. Bertoldo y Santiago partirían en busca de la aventura laboral el día señalado. Solo queda preparar el calzado y la ropa; y algún acopio de comida y dinero para el camino, sin olvidar su cédula de identidad.

El día de la partida, Santiago vestía sus más de 1,80 metros de alto con pantalón y chaqueta de sayal, debajo de la cual se dejaba ver camisa blanca de rayas azules sobre la cual asomaba sus solapas  chaleco también de sayal. La cabeza la cubría con sombrero de ala ancha, negro. Era ropa de domingo. Los pies calzaban calcetines de lana embutidos en escarpines. Las madreñas con tarugos de madera, nuevos y bien altos, era su calzado. En un hatijo no muy grande iba la ropa interior de muda y la destinada al futuro trabajo. No faltaba la boina negra, sustituta del sombrero. Y mucho menos, la navaja albaceteña en el bolso derecho del pantalón; herramienta y compañera imprescindible para comer y para otros menesteres. Colgado de una robusta porracha, cayado y defensa, el hatijo se sustentaba en el hombro. Las provisiones de comida para los primeros días (chorizo, tocino, jamón, queso y pan) llenaban una abultada zurrona, cuya correa se cruzaba por el hombro y descargaba el peso en la espalda. El agua se la proporcionarían las fuentes que hallarían a su paso por los diversos lugares. Una pequeña faltriquera de tela, que colgaba del cuello, se ocultaba bajo la camisa con siete pesetas pedidas en préstamo.

(CONTINUARÁ)

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DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

II

CENA EN FAMILIA

Al oscurecer, casi entre dos luces, Laurie se presentó en la casa del tío Gregorio. Allí habría de pernoctar y también compartir la cena con la familia ocasional: un buen plato de patatas viudas, cocinadas al amor del fuego lento en el pote arrimado a la lumbre que ardía en medio de la cocina, acompañadas de un torrezno. Como postre para tan especial ocasión, un trozo de queso de cabra, de aquellos que se curaban en la tabla colgada de dos vigapiés del techo de madera del cuartón y que impregnaban el recinto de un agradable olor a penicillium.

En la conversación posterior a la cena, ante las preguntas del intrépido Santiago, contó cuál era su propósito por España: recorrer parte de ella, en especial su parte norte, porque dos serán sus objetivos primordiales. Quería llegar hasta Santiago de Compostela en peregrinación, a visitar la tumba del apóstol, pasando por la que fuera sede de la Legio VI Victrix, llamada ahora León. Aquí se detendría a contemplar su hermosa catedral gótica, pero sobre todo a venerar el santo grial, depositado en la basílica de san Isidoro. Este era el gran objetivo que le traía desde sus lejanas tierras. En León se hablaba del cáliz de doña Urraca, la reina leonesa que había donado sus joyas para enriquecerlo, pero él bien sabía, después de años y complejas averiguaciones, que no era un simple cáliz, sino la copa que Cristo había utilizado en la última cena.

Había desembarcado, después de una larga travesía de más de dos días  en el puerto de Santurce, desde su punto de origen: la ciudad y puerto de Southampton, en el sur de Inglaterra. De Santurce a Bilbao por toda la ría. Allí se instaló por unos días. Después de recorrer la ciudad y sus aledaños, abandonó la ciudad vasca y se dirigió hacia el valle Mena para pasar el puerto del Cabrio y dirigirse hacía Reinosa. Quería conocer las fuentes donde nacía el río Ebro. De Reinosa continuó el camino en dirección a la provincia leonesa para transitar por la GR1 hasta Valverde de la Sierra, donde la abandonó para dirigirse hacia Siero. De aquí tomaría el camino que le habría de llevar hasta el río Grande en Boca de Huérgano; de aquí hasta Riaño. Siguiendo la ruta del río Esla, el río de los ástures, pretendía llegar hasta Mansilla de las Mulas. Aquí abandonaría el río y se dirigiría hasta León, primera meta de su peregrinación religiosa.

En la conversación sobre la ciudad de  Bilbao, a la que calificó de importante urbe de 90.000 habitantes, les habló de las numerosas minas de hierro que había en sus alrededores, de sus ferrerías y de la necesidad de mano de obra que los empresarios buscaban para extraer el preciado mineral. Concretamente, en Gallarta había tenido ocasión de conversar con un ingeniero inglés, que dirigía allí la gran mina de hierro Concha, y así se le hizo saber, al igual que el salario que pagaban a los mineros peones pasaba de tres pesetas diarias; eso sí, por día trabajado y en jornada de trabajo de diez horas. Salario que le parecía nada desdeñable, en comparación con la escasa rentabilidad de la agricultura y ganadería, que había tenido ocasión de apreciar a su paso por las provincias de Vizcaya, Burgos, Palencia, y la de León, a la que acababa de llegar. La empresa minera ofrecía alojamiento en barracones de su propiedad. La manutención y el vestir corrían a cargo del trabajador.

Al alba del día de san Roque, cuando ya el sol se asomaba por la collada de Valderreros después de haber escalado Espigüete para proyectarse hacia el oeste, Laurie se despidió afectuosamente de toda la familia y con su atillo al hombro y su cámara fotográfica colgada al pecho, después de haber consultado el itinerario en su mapa-guía, se dirigió hacia la Villa. Pasaría por Riaño y seguiría el curso del rio Esla. Su intención era acercarse lo máximo posible a Cistierna en aquella nueva jornada por tierras leonesas.

(CONTINUARÁ)

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DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

I

UN DESCONOCIDO LLEGA AL PUEBLO

Aquel pequeño enclave de la montaña oriental leonesa, de nombre Siero, era a comienzos del siglo XX una población en la que todas sus casas (de reducidas dimensiones), que sumaban 57 (32 de un piso y 25 de dos), se hallaban habitadas, contando con una población de derecho de 405 habitantes. Estos datos por sí solos informan de que la convivencia abigarrada bajo un mismo techo era la norma, norma que se traducía en que abuelos, hijos casados y nietos compartían el mismo hogar. Familias que promediaban nueve miembros.

En Siero, resultaban demasiados habitantes para sus escasas tierras de cultivo y su menguada cabaña ganadera. Escasez y baja productividad competían entre ellas. Por ello, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que la economía de sus habitantes era simple y llanamente de subsistencia. Y sin posibilidades de que su numerosa juventud, tanto masculina como femenina, pudiera emplear su potencial de mano de obra en su territorio o territorios cercanos, que se hallaban en parecidas circunstancias. La migración era la única salida para quien estuviera dispuesto a dejar el pueblo, aunque no fuera de forma permanente, y buscar nuevos horizontes económicos, sociales, nuevas mejoras de vida. Al menos, intentarlo.

No fue la aventura, si no la escasez, lo que empujó a realizar aquel viaje rumbo a lo desconocido a dos mozos de Siero, Santiago y su acompañante Bertoldo, en 1906 con destino a las minas de hierro de Gallarta, en las cercanías de Bilbao (Vizcaya), necesitadas de mano de obra ante el aumento de la demanda de mineral de hierro de las ferrerías vizcaínas y, sobre todo, extranjeras. La época dorada de la minería del hierro en Vizcaya servía de reclamo.

El día 15 de agosto, festividad grande de Nuestra Señora, se conjugaron los astros y los dioses para aquellos dos mozos. Se hallaba en el exterior y en el interior de la cantina del pueblo, regentada por el apodado Pata Palo, la mocedad masculina, después de asistir como era de obligado cumplimiento a la misa de la una. Así lo había anunciado el volteo de las dos campanas. Tocaron por alto. Los pocos que llevaban algunas monedas de céntimo en sus bolsillos y los que tenían cuenta abierta en la cantina entraron. El más veterano, ejerciendo de portavoz, pidió una botella de litro de orujo, licor reservado para las fechas señaladas; se servía en aquellas copas diminutas, que parecían dedales. Lo tenían bien estudiado: comprado por botellas, cinco copas más salían a cuenta que si lo hacían de forma individual.

―Con los que somos, hoy tocamos a cinco céntimos para la primera botella.

Algunos revolvieron en los bolsillos de sus pantalones de domingo y depositaron sus cinco céntimos encima del mostrador, en el montón pagador. Otros nada encontraron. Ni en los bolsillos del pantalón ni en los de la chaqueta dominguera de pana. En total faltaba la aportación de cinco mozos. Casi al unísono se oyó:

―Cantinero, apúntame cinco céntimos; y a mí… y a mí… y a mí… y a mí.

La botella de orujo de Potes apareció encima de aquel largo tablón de roble, cortado en los Navares,  que hacía de mostrador. Acompañándola, diez copas, de no más de tres sorbos, y no muy largos. El mayor de la cuadrilla se convertirá en el escanciador, sin que tal preciado licor mojara el roble. ¡Maldita la gota que osara desperdiciarse!

Por la puerta entra de incógnito un desconocido, con su hatillo al hombro, de aspecto extranjero. Su forma de hablar el español lo confirmaría. Con visera de plato y luenga barba. De su cuello colgaba un raro artefacto, que resultó ser una máquina de fotografía. Se apoya en el mostrador, dejando encima su pertenencia. Todas las miradas se centran en él, como si tuviera poderes hipnóticos. También se apunta al orujo, aunque de forma individual.

Las preguntas no se hicieron esperar por una y otra parte.

―¿Qué le trae por estas tierras?

 ―Soy peregrino, estoy de paso, camino de León y quería saber dónde podría pernoctar.

Rápidamente un guirigay de voces le informa que no había pensión en el pueblo y la única forma de solucionar su problema era que algún vecino tuviera una cama vacía y estuviera dispuesto a acogerlo, fuera en régimen individual o como cama caliente. Aunque no parecía tarea fácil. El recién llegado se ofreció a pagar un precio convenido por su alojamiento. El mozo veinteañero Santiago le ofreció la casa de su padre, en la que había una cama vacía, aunque, eso sí, en habitación compartida por él mismo y el resto de los hermanos. En el dormitorio de los hijos. Laurie, que así se llamaba el viajero, aceptó. El precio de su pernoctación lo tendría que negociar con la patrona de la casa, la tía Florentina, mujer del tío Gregorio, padres de Santiago.

El extranjero se pasó la tarde recorriendo el pueblo y sacando fotografías de calles, casas y habitantes. También se le vio alejarse durante algún tiempo y dirigirse hacia el cementerio para remontar el valle Santiago hasta la ermita de san Miguel. De allí subió a recorrer las ruinas del castillo, que fue mansión de don Tello y de sus descendientes desde el Medievo.

(CONTINUARÁ)

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MICRORRELATOS DE PUEBLO (70): COSAS DE LA NIEVE

Hoy, día 20 de marzo de 2024, a los pies de la fuente Naranco, en Valdosín, la nieve ya casi no da teste de sí. Y es que, como decía Sabina «La nieve tiene muy malos cimientos».

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