IX
ALIRÓN Y VIAJE A LA GRAN CIUDAD
Quedaban pendientes las respuestas a las dos preguntas que con mayor insistencia realizó la mocedad a Santiago y a Bertoldo en la cantina de Siero el día de su recibimiento oficial. Aquel domingo de mayo de 1907, después de la misa mayor.
La primera pregunta giraba en torno a una palabra rara y nunca oída para la mocedad de Siero:
―¿Qué es eso de cantar alirón y qué tiene que ver con los mineros?
Santiago, acodado en la barra, tocada su cabeza con su habitual sombrero negro de ala ancha, fue el encargado de contestar a la mocedad que hacía un semicírculo en torno a él. Esta fue su respuesta para la interesada y silenciosa parroquia.
―Llevábamos en la mina de hierro de Gallarta ya algunas semanas, y el equipo leonés-gallego –os acordaréis que ya os había dicho que tuvimos que trabajar formando un grupo de cuatro peones mineros y que los otros dos eran de Galicia- había cargado varios cientos de vagonetas del mineral de hierro. Todo seguía una rutina. Una vez que los barrenistas habían perforado un tramo de roca a base de barrena y maza y los artilleros habían rellenado los agujeros con explosivos, sonaba un silbato y todo el mundo se alejaba de la zona y se ponía a resguardo. Se veía bien como la llama iba corriendo por la mecha hasta que se producía una gran explosión. Pasado algún tiempo, cuando el polvo se había posado ya sobre la roca hecha pedazos y dejaba al descubierto los resultados de la explosión, un ingeniero inglés se acercó y realizó primero una inspección ocular. Después, cogiendo mineral de aquí y de allí, examinando la pureza del mineral de aquella nueva veta reventada por la dinamita, utilizando para ello un tubo largo por el que miraba, constató que apenas tenía escoria, que había mucha pureza de hierro. Felicitó en voz alta a los mineros por tan buen hallazgo. Nos dio la enhorabuena. Eso significaba una pequeña paga extra para todos. Sin que nadie lo ordenara, los mineros más veteranos comenzaron a cantar al unísono en inglés all iron, all iron, all iron…o lo que es lo mismo en español, todo hierro. Así se celebraba en la mina aquella buena noticia para los mineros, aunque mucho mejor para la empresa.
A Bertoldo, calzado con sus botas de cuero, que tenían como novedad la suela de goma, recién estrenadas aquel domingo, envidia de no pocos, correspondió dar cumplida respuesta a la segunda de las anécdotas más destacadas en la aventura minera: su viaje a Bilbao. También le hicieron corro para oírlo mejor. Parecía un predicador al que le faltaba el púlpito.
—A las seis de la mañana del primer domingo del mes de abril pasado, después de tomar la parva, emprendimos viaje a Bilbao ataviados con nuestras ropas de domingo. Como calzado, las madreñas de altos tarugos de madera, que Santiago todavía calza. Aunque sabíamos que había abundantes casas de comida por toda la ciudad, no entraba en nuestras intenciones su visita, por no gastar, que a Gallarta habíamos ido a ahorrar. Por ello, preparamos la zurrona con comida para el camino de ida y vuelta. Queríamos conocer la gran ciudad, de la que habíamos oído hablar maravillas desde nuestra llegada. Ya nos habían advertido: casi cuatro horas os llevará caminando a buen paso. Y así fue. Después de más de tres horas y media, con una pequeña parada para el almuerzo, llegamos a un gran descampado en Bilbao que llamaban el Arenal, junto a la ría y a un puente. Y tenían razón, porque un arenal se había formado allí. Antes habíamos pasado por Santurce y Portugalete. En esta última población pudimos contemplar una extraña estructura toda de hierro, que llamaban puente colgante, y que sobre la ría se dirigía una y otra vez de una parte hasta la otra. Animados por conocer aquel raro invento en el que todo era hierro, nos pusimos a una cola de gente que esperaba su turno para subirse a dicho puente. Pero no penséis que era gratis. Tuvimos que pagar. Ya no recuerdo lo que nos cobraron, pero de haberlo sabido, nos hubiéramos quedado con las ganas. Una voz mandó cerrar las portilleras de acceso y comenzó a desplazarse hacia la otra orilla el puente. Iba colgado de cables que terminaban en roldanas que se movían por gruesas vigas de hierro, que cruzaban toda la ría. No sé si tuvimos miedo o no, pero lo cierto fue que aquel invento se movía de un lado a otro sin parar. Parecía que en cualquier momento se iba a caer a la ría. ¡Y no sabíamos nadar! Ya en el otro lado, continuamos el viaje por poblaciones que se llamaban Las Arenas, Erandio y Deusto. Hasta llegar al Arenal, que ya os he dicho. Para no perdernos, el camino lo hacíamos siguiendo siempre la orilla de la ría.
Desde el Arenal nos dirigimos a lo que allí llamaban Siete Calles, la parte vieja de Bilbao, dejando atrás la iglesia de san Antón, mucho más grande y alta que la nuestra. Tenía tres cuerpos de alta y en una esquina una torre altísima coronada por una figura que decían que era san Antonio. Tenía pinta de vieja. La piedra estaba ennegrecida. Sin saber cómo, caminado sin rumbo fijo, de acá para allá, fuimos a parar a otra iglesia todavía más grande y más alta: la catedral. Esta sí que era alta y grande. Entramos a curiosear. La vista casi no alcanzaba a ver el techo.
Dejamos la catedral y pusimos rumbo de nuevo al Arenal. Pasábamos por una calle, que no me acuerdo ahora cómo se llamaba, en la que, de repente, me topé con una tienda que vendía calzado. Lo que sí me acuerdo es que se llamaba Calzados Otazua. A cada lado de la puerta de entrada había dos grandes ventanales y detrás de ellos todo tipo de calzado de mujer, de niño y de hombre. Bien colocado y separado por clases: alpargatas, zapatillas, zapatos, botas, sandalias… Me paré a mirar. La vista se fijó en unas botas de cuero, de media caña, de suela gruesa de goma. Me dije: esas son para mí. No lo pensé más. Le di una voz a Santiago que iba un poco adelante para que volviera. Entramos los dos, pero antes tuvimos que quitarnos las madreñas. Le dije al dependiente que estaba detrás de un mostrador: Quiero el número 44 de esas botas de cuero de media caña que tiene usted en el ventanal derecho. Con suela de goma. Me observó con mirada torva y desconfiada. Entró en la trastienda. Se le oía moverse, trastear. Tardó. Yo creo que estaba haciendo tiempo para ver si nos marchábamos. Me imagino que, por la cara que había puesto, pensó que no tenía dinero para pagarlas. Por fin, me trajo las botas. Me quité los escarpines, me senté en un taburete y me las probé. Me quedaban como un guante. Me las llevo, le dije. Saqué mi faltriquera y le di dos monedas de cinco pesetas para que me cobrara. Cuando tuvo el dinero en la mano, el dependiente ya cambió el gesto y la mirada. Hasta nos sonrió. Todavía me acuerdo bien que me devolvió una peseta y cincuenta céntimos. Anudé los cordones de una y otra bota y al hombro. Santiago no quiso comprar nada. Dijo que le gustaban más sus madreñas domingueras.
Después de andar y andar por aquel intrincado laberinto de calles, que eran muchas más de las siete que decían, de mirar y mirar para arriba para contemplar los edificios, de pasar y pasar a lado de tiendas y bares, logramos volver al Arenal. Antes, paramos en una cantina que anunciaba que se vendía chacolí de Baquio. Entramos y rellenamos la bota. Un día es un día, nos dijimos. Cruzamos un puente, este de piedra y sin tener que pagar, y fuimos a parar a la parte nueva de la ciudad, la que llamaban el ensanche. Porque, como os habréis dado cuenta, Bilbao está partida en dos por la ría. Aquí los edificios eran más altos, las calles anchas, rectilíneas y largas, paseos y alamedas. Una gran plaza con forma, como os diría yo, de huevo. Y un tren eléctrico que circulaba por las calles. El tranvía. Aquello sí que era digno de ver, era la gran ciudad.
Al final de una ancha y larga calle, llegamos a una campa verde, con abundantes álamos. Allí se acababa la ciudad. A la vera de aquel río sucio y mal oliente, a la sombra, nos sentamos en el suelo y allí dimos buena cuenta de la merienda que para tal ocasión habíamos llevado en la zurrona: un poco de tocino cocido, un tasajo de carne y unos arenques de tino. Todo ello acompañado de un buen zoquete de pan moreno. Ese día extraordinario no nos faltó la bota de vino, que habíamos llenado con chacolí de Baquio, como ya os dije. Era un vino que no era ni blanco ni tinto. Tenía un color rojizo, y era ácido. Poco nos gustó. Así y todo, dejamos algo para nueva ocasión. Nada tiene que ver con los claretes que tomamos aquí, esos que todos los años en el otoño traen en convoyes los comisionados enviados con carros de bueyes a buscarlo a Valdevimbre o Los Oteros, con ese punto de gaseado, que parece que chispea.
El regreso lo hicimos por lugares diferentes para no tener que pagar otra vez el paso del puente en Portugalete. Por la margen izquierda de la ría, de Bilbao a Basurto, Zorroza, Zaballa, Valle de Trápaga, Ortuella y Gallarta. No se me olvidaron los nombres, que, ya sabéis, cuando pasas por lugares desconocidos tarda en olvidarse su nombre. Poco faltaba ya para oscurecer cuando llegamos de nuevo al barracón-dormitorio. El cansancio acumulado de la ida y de la vuelta había que eliminarlo y reponer fuerzas. Nada mejor que cenar: los restos de la merienda sirvieron para la cena. A las diez ya contemplábamos el tejado que servía de cielo oscuro a los muchos y variados catres ocupados por los mineros. Algunos ya amenizaban la noche con su música de ronquidos amenazantes y entrecortados.
El lunes era día de vuelta al tajo.
(FINAL DE LA AVENTURA EN BUSCA DEL DORADO MINERO)