DESTINO GALLARTA (VIZCAYA): 26 de agosto de 1906

I

UN DESCONOCIDO LLEGA AL PUEBLO

Aquel pequeño enclave de la montaña oriental leonesa, de nombre Siero, era a comienzos del siglo XX una población en la que todas sus casas (de reducidas dimensiones), que sumaban 57 (32 de un piso y 25 de dos), se hallaban habitadas, contando con una población de derecho de 405 habitantes. Estos datos por sí solos informan de que la convivencia abigarrada bajo un mismo techo era la norma, norma que se traducía en que abuelos, hijos casados y nietos compartían el mismo hogar. Familias que promediaban nueve miembros.

En Siero, resultaban demasiados habitantes para sus escasas tierras de cultivo y su menguada cabaña ganadera. Escasez y baja productividad competían entre ellas. Por ello, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que la economía de sus habitantes era simple y llanamente de subsistencia. Y sin posibilidades de que su numerosa juventud, tanto masculina como femenina, pudiera emplear su potencial de mano de obra en su territorio o territorios cercanos, que se hallaban en parecidas circunstancias. La migración era la única salida para quien estuviera dispuesto a dejar el pueblo, aunque no fuera de forma permanente, y buscar nuevos horizontes económicos, sociales, nuevas mejoras de vida. Al menos, intentarlo.

No fue la aventura, si no la escasez, lo que empujó a realizar aquel viaje rumbo a lo desconocido a dos mozos de Siero, Santiago y su acompañante Bertoldo, en 1906 con destino a las minas de hierro de Gallarta, en las cercanías de Bilbao (Vizcaya), necesitadas de mano de obra ante el aumento de la demanda de mineral de hierro de las ferrerías vizcaínas y, sobre todo, extranjeras. La época dorada de la minería del hierro en Vizcaya servía de reclamo.

El día 15 de agosto, festividad grande de Nuestra Señora, se conjugaron los astros y los dioses para aquellos dos mozos. Se hallaba en el exterior y en el interior de la cantina del pueblo, regentada por el apodado Pata Palo, la mocedad masculina, después de asistir como era de obligado cumplimiento a la misa de la una. Así lo había anunciado el volteo de las dos campanas. Tocaron por alto. Los pocos que llevaban algunas monedas de céntimo en sus bolsillos y los que tenían cuenta abierta en la cantina entraron. El más veterano, ejerciendo de portavoz, pidió una botella de litro de orujo, licor reservado para las fechas señaladas; se servía en aquellas copas diminutas, que parecían dedales. Lo tenían bien estudiado: comprado por botellas, cinco copas más salían a cuenta que si lo hacían de forma individual.

―Con los que somos, hoy tocamos a cinco céntimos para la primera botella.

Algunos revolvieron en los bolsillos de sus pantalones de domingo y depositaron sus cinco céntimos encima del mostrador, en el montón pagador. Otros nada encontraron. Ni en los bolsillos del pantalón ni en los de la chaqueta dominguera de pana. En total faltaba la aportación de cinco mozos. Casi al unísono se oyó:

―Cantinero, apúntame cinco céntimos; y a mí… y a mí… y a mí… y a mí.

La botella de orujo de Potes apareció encima de aquel largo tablón de roble, cortado en los Navares,  que hacía de mostrador. Acompañándola, diez copas, de no más de tres sorbos, y no muy largos. El mayor de la cuadrilla se convertirá en el escanciador, sin que tal preciado licor mojara el roble. ¡Maldita la gota que osara desperdiciarse!

Por la puerta entra de incógnito un desconocido, con su hatillo al hombro, de aspecto extranjero. Su forma de hablar el español lo confirmaría. Con visera de plato y luenga barba. De su cuello colgaba un raro artefacto, que resultó ser una máquina de fotografía. Se apoya en el mostrador, dejando encima su pertenencia. Todas las miradas se centran en él, como si tuviera poderes hipnóticos. También se apunta al orujo, aunque de forma individual.

Las preguntas no se hicieron esperar por una y otra parte.

―¿Qué le trae por estas tierras?

 ―Soy peregrino, estoy de paso, camino de León y quería saber dónde podría pernoctar.

Rápidamente un guirigay de voces le informa que no había pensión en el pueblo y la única forma de solucionar su problema era que algún vecino tuviera una cama vacía y estuviera dispuesto a acogerlo, fuera en régimen individual o como cama caliente. Aunque no parecía tarea fácil. El recién llegado se ofreció a pagar un precio convenido por su alojamiento. El mozo veinteañero Santiago le ofreció la casa de su padre, en la que había una cama vacía, aunque, eso sí, en habitación compartida por él mismo y el resto de los hermanos. En el dormitorio de los hijos. Laurie, que así se llamaba el viajero, aceptó. El precio de su pernoctación lo tendría que negociar con la patrona de la casa, la tía Florentina, mujer del tío Gregorio, padres de Santiago.

El extranjero se pasó la tarde recorriendo el pueblo y sacando fotografías de calles, casas y habitantes. También se le vio alejarse durante algún tiempo y dirigirse hacia el cementerio para remontar el valle Santiago hasta la ermita de san Miguel. De allí subió a recorrer las ruinas del castillo, que fue mansión de don Tello y de sus descendientes desde el Medievo.

(CONTINUARÁ)

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